¡Hogar, dulce hogar! Sí, la frase es muy conocida, .. pero qué personas pueden afirmar de verdad que disfrutan de una morada plena y vital. Nuestro estilo de vida tecnológico, acelerado y ruidoso tiende a alejarnos de habitar un buen lugar. Nuestra sociedad hace tiempo ha olvidado la conexión con la naturaleza como base de salud y armonía.
Lo vemos en nuestro modelo de urbanismo moderno, en los paisajes urbanos que crecen a expensas de las leyes de los mercados, y que deshumanizan nuestro vivir. Con todo, es bien importante que retomemos el vínculo con la tierra, disfrutemos de su cercanía y podamos sentir nuestra pertenencia al lugar.. el amor al terruño que se decía antiguamente.
Nos replantearemos volver a habitar en casas que esten cerca de la tierra, ajardinaremos los espacios entre viviendas y volveremos a escuchar los ritmos de las estaciones, y como pulsan también en nuestro interior. Necesitamos emplear materiales constructivos naturales, que permitan respirar a las casas y también las doten de aislamientos eficaces y sostenibles. Además, estos materiales serán un foco de salud, y no de enfermedades como ahora. Revertiremos los procesos de alergias e intoxicaciones así como de tensión por estar expuestos de contínuo a campos electromagnéticos dañinos, y volveremos a recuperar la alegría de crear arte en casa con nuestras manos.
Fruto de estas directrices sensatas, nuestra casa se convertirá en nuestra saludable tercera piel, junto con la ropa también hecha de tejidos saludables. Y si nuestra vivienda respira, nosotros podremos respirar con ella, y desarrollaremos un sentimiento de pertenencia al lugar, enraizando en él.
Cuando despertemos cada día con la certeza de pertenencia a un lugar concreto, podremos salir al mundo exterior confiados y amigables, sin ánimo de conquista y depredación. La tranquilidad que da sentir como la tierra, cual madre amorosa, nos arropa y nos nutre con las delicias del hogar, genera una oleada de paz y bienestar.
Podemos prescindir de escudos y exigencias que habitualmente se dan en la relación humana. Actualmente la mayoría de las gentes de las urbes parecen deambular enloquecidas, sin rumbo, y mendigando un lugar donde pagar por tomarse algo para que alguien les brinde compañía. Para poder acariciar durante unos pocos instantes la calidez de un espacio agradable, antes de volver a sumergirse en la vorágine del estrés y el sinsentido.
Al volver de noche a casa, agotados, apenas hay ganas de nada, más que tirar la ropa a un lado, y engancharse a un rato 'de relax' frente al televisor o el ordenador. Y claro está, con las migajas no se alimenta un Hogar.
Cuando de verdad experimentemos la llamada de nuestro corazón para emprender 'la vuelta a casa', la visceral 'llamada de la selva', sabremos que ha llegado un momento de reescribir el guión de nuestra vida. Y cuando nos abrimos a cambiar, sólo entonces, podemos hacer posible que el calor de la vida empiece a restaurarnos, devolviéndonos la conexión perdida con el sabio instinto.
Esa calidez, que experimentamos hablando con el fuego en la chimenea, dejándonos atrapar en su baile de luces. Poco a poco, el artista de nuestro interior, el sabio, la hechicera y la niña, van asomándose y creando retazos de vida saludable entre nuestros muebles y pertenencias. El calor transformador del fuego nos limpia y nos cura de los 'males modernos', y nos devuelve al buen lugar, al espacio sagrado del corazón.
Necesitas tus raíces. Mi abuela Aanakasaa no se cansaba de repetir: "Tienes que estar bien arraigado para que camines por la vida erguido y lleno de fuerza, tal como corresponde a tu destino, ahora y en todo tiempo".
Angaangaq, líder de las tribus inuit
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