Era entrado el otoño, y sus contrastes de temperatura se turnaban en animado dueto con sus luces mágicas. El paisaje cerca de casa mutaba, dejando atrás los tiempos secos, calurosos del estío. Ocres, amarillos y anaranjados -cual amigos hace tiempo esperados- suavemente llegaban para acampar junto a nosotros durante unas coloridas semanas. Y como tantos años él, desde su alargada y poderosa silueta, seguía presenciando un nuevo otoño. En el ambiente poco hacía augurar que no disfrutaría del próximo invierno, ni de sus hielos firmes ni de sus reparadores silencios.
Fue un martes, llegaron embutidos en sus trajes de trabajo y con sus herramientas motorizadas. Nos despertó el día con ese sonido característico, desde la cama les oímos y supimos que era su última jornada. El día anterior nos habíamos despedido de él con entrañables canciones, aún así el corazón se apenó.
La decisión estaba ya tomada, mas lo inevitable del hecho no restaba un ápice de intensidad a la pérdida.. mañana ya no volvería a contemplarnos cuando el amado sol derramara sus luces a través de la ventana de nuestra sala de estar. La bola facetada que cuelga junto a la ventana no podría hacerle más guiños chispeantes, sabiendo que él estaría allí, fiel cada día, para conversar con ella.
Y tampoco las pizpiretas ardillas le tendrían como oasis en medio de las estériles construcciones humanas, mirador poderoso al tiempo que despensa abundante. Las aves no posarían su cuerpo unos instantes para descansar y tomar fuerzas antes de reemprender su vuelo.. y nosotros tampoco volveríamos a sentir su compañía sólida, recia, que tanta seguridad transmitía a nuestras espaldas.
Comenzó su último viaje, en decrecimiento acelerado por los certeros tajos de metal que fueron segando su cuerpo, acercándolo a la Madre, hasta hacerle besar el suelo, ya cerca del atardecer. Al menos, sus verdugos fueron limpios, y en su trabajo ordenado, eficaz, percibimos un deje de familia, un algo antiguo que no se regodeaba en la tragedia.
Se verbalizó lo bueno de poder aprovechar tanta madera para leña con la que caldear el hogar. Y las fotos tomadas, quien sabe si por una infantil emoción que desasosegaba el alma, dieron una nota de contrapunto, como queriendo aligerar la canción afilada de la muerte.
Más que nunca, Samhain se anunció total y cercana. No despedíamos una persona, mas si alguien conocido y apreciado. El martes tras atardecer aún seguía Julio mi vecino removiendo con el azadón, preparaba con esmero la tierra para la futura huerta junto al gran tocón. Ayer pasamos el día entero en Madrid y no subí a posar mi mirada en su huella. Hoy en la mañana al subir la persiana de la ventana, la bola facetada me preguntó por Él, y no supe que contestarla: la sentí triste. El vacío que contemplaba delante era evidente, sin embargo había vida, se respiraba la luz del día.
Por la tarde, retomé pandero e inciensos, utensilios de brujo que diría mi amigo Amadou y subí a cantarle suavemente. Con sereno dolor, mientras encendía copalito y palo santo, recordé su viaje y agradecí lo mucho que nos había dado. Sentí lo valioso de la experiencia que me contaba de nuevo que la muerte es la mitad de la vida, y qué tremendo regalo poder estar contemplándolo..
Anochece, hoy hace frío, y en unas horas se descorrerá el velo para dejar abierta la puerta del averno, y podremos escucharles, recibir sus consejos sabios, ah..Padre, abuelos.. Y mientras tanto, como uno más, el Abuelo Pino sigue su último viaje, quiero pensar hacia las estrellas, a encontrarse con sus familiares. Nos deja atrás su cuerpo leñoso cual hijos numerosos y sus sangre trementinada, mezclándose con la tierra. Esa Tierra sagrada que es nuestra amorosa Madre, más aún en los días oscuros y las noches largas que han vuelto para quedarse. Estamos en Samhain!
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